martes, 24 de agosto de 2010

BREVE SEMBLANZA DE LOS TRES GRANDES


José Clemente Orozco

(1883-1949)

Fue discípulo de Posada, cuyo antiacademicismo profundizó, y realizó su primera exposición en 1916, cuando exhibió una serie de acuarelas que documentaban con realismo el dolor del pueblo mexicano. En 1922 pintó su primer mural en la Escuela Nacional Preparatoria, en cuyo patio mayor trabajó hasta 1927, ejecutando obras de un realismo decididamente expresionista, pero respondiendo a una composición geométrica. Posteriormente viajó a los Estados Unidos, donde en obras trascendentes denunció la deshumanización de la vida neoyorquina, y a partir de 1930 adoptó tonalidades brillantes en reemplazo de su anterior paleta baja, así como formas más llenas de dinamismo. Su arte culminó en la segunda mitad de la década del 30, cuando produjo, entre otras obras notables, los valiosos murales de la antigua capilla del Hospicio Cabañas, en Guadalajara, estimados por muchos como una de las más grandes obras del arte americano.

Orozco está considerado como el pintor por excelencia de la revolución mexicana por haber documentado los aspectos más destacados de esa gesta, y muy especialmente el agrarismo de Zapata y de Villa. En sus obras, el artista introduce el tema central desde el inicio, y lo va reiterando con variantes en un crescendo dramático, como una gran sinfonía sobre el hombre y la humanidad toda, vistos con una óptica que se enraíza con su experiencia personal. Su vigoroso realismo fuertemente expresionista es fundamentalmente intuitivo y barroco, anti clásico, y en sus mejores creaciones alcanza una sobrecogedora grandeza dramática y una rica plasticidad en la expresión de un sentimiento trágico de la vida.

Diego Rivera

(1886-1957)

Comenzó su primera exposición en 1907 y posteriormente obtuvo una beca que le permitió viajar a Europa, donde adhirió a las estéticas cezanniana y cubista. Regresó a México en 1921 y al año siguiente, después de contribuir a la fundación del mencionado sindicato, dio nacimiento al movimiento muralista con la decoración de la Escuela Nacional Preparatoria, paso inicial de un esfuerzo cuyo fruto sería la creación de un arte profundamente nacional con resonancias universales. Posteriormente decoró la Secretaría de Educación, la Escuela Nacional de Agricultura, el antiguo Palacio de Cortés en Cuernavaca y el Palacio de Bellas Artes.

Su gigantesca labor de muralista tuvo un paréntesis de un lustro, entre 1935 y 1940, lapso en el cual se dedicó a crear una serie de obras de caballete, se diría que como para demostrarse y demostrar que no había perdido sus anteriores y reconocidas aptitudes en esa técnica. Posteriormente, retomó en las décadas del 40 y del 50 su tarea como muralista, con renovados bríos. Otra de sus creaciones murales más valiosas es la que ejecutó en el Palacio Nacional de la ciudad de México.

La entera obra de Rivera tiene un gran vigor, producto, quizás, del raro equilibrio que supo encontrar entre su fantasía, tan exuberante, creadora e imaginativa, y la fina captación de las características más esenciales y definitorias de su natal tierra mexicana. Rivera logró elaborar un arte profundamente popular y accesible incluso para los grandes sectores menos cultivados de su pueblo, con alusiones y símbolos muy claros y explícitos, no exentos de un cierto sentido aristocrático que lo lleva a demorarse con delectación en fastuosas y detalladas enumeraciones. Es interesante observar como el creador se detiene en prolijos análisis de multitudinarios pormenores, cantidades de seres y de objetos apiñados en sus murales, pero con maestría en el diseño y extremado equilibrio en el sabio ordenamiento de toda esa suma de elementos.

Respetando la bidimensionalidad del muro, Rivera sugiere los volúmenes mediante el valor de los tonos y una gran habilidad para hacer jugar los planos entre sí. En síntesis, la obra del artista capta las raíces más profundas del alma mexicana con sus singulares y dramáticos contrastes de luces y sombras, de alegrías y dolores, de fastuosidad y pobreza, de grandezas y miserias, con una inclaudicable pasión redentora, al servicio de la elevación de un noble pueblo que supo liberarse de ominosas tiranías.

José David Alfaro Siqueiros

(1896-1974)

Desde su adolescencia profesó acendradas ideas políticas y sociales, lo que lo condujo a luchar denodadamente por sus convicciones toda su vida, no sólo con su arte, sino también con las armas. Cuando tenía veinte años combatió en el ejército constitucionalista de la revolución mexicana y en 1920 viajó como miembro del consulado de su país a París, donde prontamente hizo amistad con Diego Rivera. De regreso en su patria, en 1922 contribuyó a la fundación del Sindicato de Pintores y del movimiento muralista. En su pugna indoblegable por sus ideales sufrió cárcel en 1930-31 y se alistó en el ejército republicano de la guerra de España, de dónde regresó a su país en 1939. Siempre extraordinariamente aguerrido y combativo, volvió a ser encarcelado nuevamente, pero el presidente mexicano López Mateos dispuso su libertad en 1964.

Si bien todos los creadores del movimiento muralista se inspiraron en las culturas precolombinas, acaso haya sido Alfaro Siqueiros quien más intensa y profundamente lo hizo, y por ello quizás fue él quien más elocuentemente expresó en su obra esa indisoluble unidad entre el individuo y su comunidad que caracterizó a las civilizaciones antiguas del continente. Sus creaciones tienen un cálido y profundo contenido humano, un gran vigor constructivo y una fina captación intuitiva del mundo natural y exhiben, asimismo, una permanente búsqueda de nuevas posibilidades técnicas, de nuevas formas y de nuevos materiales. Las pinturas murales de este gran artista no sólo se encuentran en México, sino también en otros países, como los Estados Unidos, Chile y la Argentina.

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